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Sergei Einsenstein |
Es cierto que este proceso, llamado de Montaje o de Edición, no se da en ninguna de las otras disciplinas. Es decir, toda novela ha sido editada, y las canciones también, pero no describen el proceso casi milimétrico al que se ve sometida una película antes de ser llamada como tal.
Hay que decir que, incluso dentro del montaje, existen varios procesos que forzosamente acaban confluyendo. El montaje de sonido, la producción de la música, el ensamblaje de ésta en el metraje final, el etalonaje, e incluso hoy en día, la composición de efectos digitales. Pero al final todo pasa por la sala de Edición, y es allí donde se termina la cinta.
Porque una película no es una película hasta que no pasa por la sala de edición.
Al ser un oficio de naturaleza extraña, que intenta reproducir la realidad valiéndose de las imágenes que capta directamente de ella, las productoras cinematográficas se ven supeditadas a rodar sus productos de forma desordenada. Mucha gente no lo sabe, pero tú puedes iniciar el rodaje de una película filmando la escena final. Es más, un actor que interpreta a un personaje que muere justo antes de terminar la historia, puede empezar el rodaje haciendo precisamente la escena de su muerte. En muchas producciones españolas, cuando hay escenas de sexo, se opta por rodarlas al principio del plan de filmación, para pasar el mal trago lo antes posible, para "romper el hielo". Me parece una gilipollez suprema, y razón básica para que muchas escenas eróticas del cine patrio resulten bastante cutres (¿Cómo se puede pretender lograr un momento de complicidad entre dos actores a los que no les ha dado tiempo a conocerse, simplemente colocándolos en pelotas delante de un equipo de 30 personas vestidas a las que tampoco han tenido tiempo de conocer?), pero lo cierto es que se hace.
No se trata sólo de eso, sino que además tú puedes haber planificado rodar en una preciosa playa paradisíaca, y justo cuando estás a punto de poner el motor de la cámara en marcha, comienza a llover. Lo normal es que esperes a que termine de llover, pero si no sólo no lo hace, sino que la la lluvia adquiere tintes de tormenta tropical, tienes que coger tus bártulos y ceñirte al plan b (y más vale que lo tengas), lo que en el argot cinematográfico se llama "Cover". Normalmente, el cover suele ser una escena planificada en interior (de qué cojones te va a servir un cover en exterior si está lloviendo), que posiblemente no pensabas rodar hasta dentro de unos días, o quizá hasta el mismo final de rodaje.
Pero aún en los pocos casos en los que se consiguen rodar las escenas por estricto orden de guión, la película necesita pasar por el proceso de edición. No sólo para mezclar, de forma adecuada, los diferentes planos que se han realizado, sino para darle el ritmo y la narración que ésta requiere. Un montador profesional es alguien que puede darle una visión fresca a lo que el director tiene entre manos. Normalmente un director, cuando edita su propio film, tiene demasiado presente lo que le costó hacer cada una de las tomas que está montando. Mientras que él está obsesionado con alargar aquel plano secuencia de tres minutos que tanto tiempo (y dinero) invirtió en rodar, el montador busca algún plano que dé aire y fuerza, que complemente a ese tiro. Él no ha estado en la filmación. No se ha comido las broncas del Director de Producción porque te has pasado de presupuesto, ni ha tenido que esperar media hora a que algún meritorio encuentre al hijo puta que está jodiéndote el sonido trabajando con su sierra eléctrica, ni ha sufrido la brutal tensión provocada porque un actor ha tenido un accidente y no sabes si podrá continuar. Él sólo ve la película, y trabaja exclusivamente para ella.
De todas formas, yo considero que un director debe formar parte de este proceso, ya sea completa o parcialmente. Es vital para que el filme mantenga el espíritu que éste pretendía darle. Normalmente, un buen editor va a entender siempre qué necesita una película, pero el Director debe guiarle, del mismo modo que guía al Director de Fotografía y a los Actores durante el rodaje, o incluso al Guionista cuando no escribe él mismo el guión. Es más, y siguiendo con el ejemplo de antes, es posible que lo ideal fuera buscar una toma para airear ese plano secuencia de tres minutos, pero quizá lograrías crear una obra más personal si no lo hicieses. Al fin y al cabo, como bien sabían los cineastas franceses, muchas decisiones que se toman en el cine son una cuestión de moral.
Tengo amigos que consideran, de hecho, que cuando un director no participa en la edición de su obra, entonces ésta no es suya, sino del montador. Yo creo que esta afirmación es un poco exagerada, pero tiene algo de cierto: Si delegas toda responsabilidad en el ensamblaje de tu filme, entonces estás renunciando a buena parte de tu autoría. Es decir, como mínimo, el cincuenta por ciento de la narración de la historia se la debes al montador, y el resto es una mezcla entre tu autoridad como director, la predisposición del Director de Fotografía a rodar ese plano que le parece tan feo, o negociar con una actriz qué partes se ven de su cuerpo en una escena de sexo.
Por una parte está bien, ése ha sido el proceso de producción de muchas de las mejores películas que se han hecho en Hollywood, en donde el Director no era más que un mero operario, alguien que empalmaba un rodaje con otro, sin preocuparse de la finalización de la pieza que estaba liderando. No tengo nada contra esa forma de hacer las cosas, y de hecho la considero una de las causas por las que las series de televisión le están dando sopas con hondas a las obras cinematográficas hoy en día. Cuando tu serie está escrita por los mejores autores de novela policíaca, dirigida por auténticos genios consagrados en HBO, y editada por gente de la misma compañía, te sale The Wire. También te puede salir un churro, si no hay un productor ejecutivo que ponga a todos en vereda, pero lo cierto es que es muy difícil que no resulte algo bueno de ahí. Y al fin y al cabo, éste es un arte colectivo, le pese a quien le pese.
Por otra, yo reconozco que no concibo mi pasión por hacer películas (o peliculitas cortas en mi caso), sin formar parte activa del proceso de guión, y sobre todo del de montaje. Para mí, un rodaje es un dolor de huevos constante desde el día en que empiezas a planificarlo, y que no hace sino empeorar conforme empiezas a rodar de verdad. Todos y cada uno de los días vives momentos apasionantes que te hacen olvidar ese dolor testicular durante unos instantes, pero al final de la jornada, siempre vuelve (de hecho, al principio lo comparé con un parto, que es siempre un proceso doloroso). Y no se cura hasta que, por fin, terminas.
Y entonces llega el montaje y ya no te duele nada. Es más, todo te parece bonito, porque ya has terminado el puto rodaje, y por fin, estás cara a cara, tú y tu película. Cualquier problema que surja, por grande que sea, se puede arreglar en montaje. No puedes hacer milagros, es decir, no puedes mejorar la interpretación de ese actor que, por lo que coño sea, ese día no estaba en condiciones de hacer bien su trabajo. No puedes fabricar un plano de donde no lo hay. Si lo rodaste, lo puedes utilizar, si no, te jodes como Herodes.
Pero aunque no hay lugar para milagros, desde luego sí que lo hay para la Magia. De hecho, y aquí me van a perdonar los profesionales o aspirantes a cualquiera de los oficios cinematográficos que lean esto, pero si existe magia en el cine es gracias al Montaje.
Esto lo descubrí cuando grabé mi primer corto, un fin de semana con unos amigos. Entonces no tenía ordenador, y no sabía cómo capturar las imágenes, y mucho menos editarlas. Por suerte, mi tío Carlos Amil, que aparte de ser Director, es Montador profesional (y profesor de la materia), se ofreció para ayudarme a darle forma a la mierda contante y sonante que yo pretendía llamar cortometraje. Había en ella una escena de acción, en la que yo entraba con una pistola y mataba a un tontolavas (y a fé que el tipo lo era). Lo que había grabado era un plano aburridísimo en el que yo disparaba, la cámara giraba a la derecha, el tipo se dolía del supuesto balazo, la cámara giraba de nuevo a la izquierda, yo volvía a disparar, la cámara retornaba a la derecha, y el tontolavas caía y se moría. Lo rodé así adrede, porque pensé que sería una cosa muy bonita, de autor, y que todos fliparían con mi pulso narrativo, pero lo cierto es que era un coñazo soberano de plano. Y además, no parecía ni de broma que yo me hubiera cargado a nadie. Carlos lo tuvo claro. Hizo un corte por aquí, otro por allá, quitó los infumables giros de cámara, y la escena quedó tal que así: Yo entraba, disparaba y el tontolavas caía muerto. Una escena de acción como Dios manda, que había pasado de tener un solo plano de casi cuarenta segundos, a tener tres que juntos apenas sumaban siete segundos.
Fue la mayor lección de cine que he recibido nunca, y aún hoy la tengo en cuenta cuando hago cualquier trabajo.
Y es que una escena de acción, o de terror, o de amor, o incluso una bonita línea de diálogo, no tienen razón de ser hasta que el montaje no les ha dado su magia.
Un espectador sufre en Scarface, cuando Tony Montana (Al Pacino) es obligado a mirar cómo le cortan la cabeza con una sierra eléctrica a su primo. Pero el espectador no ve la sierra cortar la cabeza. La ve acercándose, y luego la cara de Tony manchándose de sangre. Esto es mucho más aterrador que si nos mostraran cómo la sierra atraviesa el cráneo.
Es imposible no vibrar con la escena en la que Michael está a punto de cargarse a McCluskey y a Sollozzo, en El Padrino. Ellos le hablan, pero él sólo es capaz de escuchar el sonido de un tren que se acerca. Es un efecto de sonido en el que nadie cae, pero absolutamente todos los espectadores comprenden gracias a él que la adrenalina de Michael va creciendo a medida que se aproxima el momento de la verdad. La matanza final se antoja como una especie de catarsis para el personaje, gracias a la música de Nino Rota.
El monólogo de Rutger Hauer en Blade Runner no sería tan maravilloso si el espectador no observara esa reacción de Harrison Ford al escucharlo, rendido ante la evidencia de su discurso: Todos tenemos miedo a la muerte.
Esos y otros momentos son mágicos gracias al ensamblaje de todos los elementos narrativos. Todo el trabajo realizado por cada uno de los técnicos que participaron en la obra, se resume en la elección de qué planos componen la narración. En la elección de en qué momento mostramos al personaje hablar, o cuándo decidimos que preferimos enseñar al que le escucha. O en qué parte de la escena vamos a introducir la música. O un efecto de sonido. Y las variantes son tantas como movimientos existen en el ajedrez. Puedes montar una escena de una manera, pero si te empeñas, encontrarás la forma de hacerla radicalmente distinta.
Hay quienes son defensores del montaje interno. Es decir, de escenas que apenas tienen cortes, que muestran en un sólo plano a dos o más personajes, y que el espectador se encarga personalmente de elegir a quién quiere mirar. Bueno, es un aspecto más, una forma más de hacer las cosas. Si haces cortes, si marcas en qué plano aparece un actor y en cuál aparece otro, y además los ordenas cronológicamente de la forma que te interesa, estás dirigiendo la mirada del espectador. Si los pones a todos en el mismo plano, le dejas elegir, pero ojo, esto no tiene por qué ser siempre un aspecto positivo. A veces el carisma de un actor eclipsa al que tiene enfrente, aunque sea este último el que esté entonando el diálogo. Y esto es algo de lo que no sueles darte cuenta en plena vorágine de una filmación, sino en la tranquilidad de una sala de Montaje. No siempre es malo que un actor eclipse a otro, pero si tienes una pata más larga que la otra, lo normal es que andes cojeando.
Hay cineastas, como por ejemplo Martin Scorsese, que aprovechan este proceso para "reescribir" la película. Evidentemente no hablamos de escribir nuevas líneas de diálogo, pero sí de reestructurar la trama, de decidir en qué momento aparece una escena u otra. En Uno de los Nuestros, decidió iniciar la película mostrando parte de una escena que pertenecía al punto medio del metraje de la cinta. Pensó que sería una forma rompedora de empezar, que metería al espectador de lleno en la historia, y así fue. En Casino fue más allá, encerrándose durante doce meses con su montadora, la genial Thelma Shoonmaker, y reorganizando de principio a fin todas y cada una de las secuencias.
Einsenstein, Vertov, y Griffith, tres cineastas que forjaron su carrera en la época muda, hicieron del montaje el elemento principal de sus obras. En efecto, ellos pretendían distanciar al cine de sus referencias a otros artes. Justo cuando este camino estaba alcanzando cotas sobrenaturales, con películas rodadas por genios como Murnau, Lang, Hitchcock o Dreyer, por citar unos pocos, llegó el cine sonoro y lo cambió todo. Para bien o para mal, entraron en juego nuevos elementos que hicieron del Cine un arte renovado. El propio Hitchcock reconoce que la llegada del sonoro supuso una involución para la industria, en cuanto a la calidad de las películas que se producían.
Pero al final, todo seguía reduciéndose a lo mismo. El Cine fagocitaba a las demás artes, pero seguía manteniendo un aspecto que, al mismo tiempo que hacía confluir a todas ellas, marcaba grandes distancias con las mismas: El montaje.
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Martin Scorsese y Thelma Shoonmaker. |
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