miércoles, 1 de agosto de 2012

27 de Julio

Mi padre escuchó un ruido en medio de la noche. No se sobresaltó demasiado. Sabía perfectamente que el causante de ese ruido era yo. Todas las noches, sin falta, me despertaba con una sed galopante, y para paliarla, acudía al cuarto de mis padres, a beber de la botella que mi madre siempre dejaba en la mesa de noche. Mi padre observaba cómo me bebía un largo y desesperado trago de agua, cuando se cercioró de que había alguien detrás de mí. Asustado, se incorporó. Entonces supo quién era.

Era Michel.

En diecinueve años no te da tiempo a hacer nada. Piensas que sí, cuando tienes esa edad. Te crees que eres el rey del mundo, pero no te da tiempo de hacer nada.

Bueno, Arthur Rimbaud reventó desde sus cimientos el enorme edificio de hormigón en el que se había convertido la Poesía, y allanó el camino para todos los poetas modernos que vinieron después. Sólo tenía 19 años. Luego dejó de escribir, y se fue a África a traficar con esclavos. Es más, el día de su muerte, y a pesar de haber sido un declarado anticatólico, solicitó que un cura le diera la extremaunción, por si las moscas. Para semejante final de mierda, bien hubiera sido mejor que se muriera a los diecinueve.

Pero normalmente, cuando alguien desaparece del mundo a esa edad tan temprana, la implacable tragedia que siempre es la muerte se ve incrementada por una terrible sensación que inunda a todos sus seres queridos: No le dio tiempo a vivir la vida.

Yo experimenté una tragedia como ésta en mi familia materna. Era muy pequeño cuando pasó, pero sus efectos aún perviven en el seno de la misma, así que lo tengo muy presente. Nunca pudimos recuperarnos totalmente de ello. Es decir, cuando algo así sucede, sigues tu camino, pero no puedes evitar tenerlo en la cabeza, o incluso en tu espíritu.

Mi tío Michel murió el día 7 de Abril de 1988, debido a un accidente de moto.

Yo tenía siete años, pero recuerdo algunas cosas de su velatorio. Recuerdo que mis padres decidieron contarme lo que había pasado justo antes de entrar a casa de mis abuelos. Sabían que no lo entendería, y que haría el viaje en coche más difícil. Recuerdo entrar en la casa, y verla llena de gente. Como en un extraño sueño, todo el mundo nos miraba (años más tarde comprendí que eso es lo que sucede en los funerales: Los asistentes miran a los seres queridos del difunto con curiosidad morbosa). Pero lo que no se me olvidará nunca es la expresión en el rostro de mi abuelo. Para mí, mi abuelo era un Patriarca. Era como esos reyes que aparecen en las películas, afables, carismáticos, coléricos cuando no se hace lo que mandan, aglutinadores de toda la energía presente en una habitación. Solía tener el rostro de un ser que siempre salía victorioso.

Pero en aquella ocasión, su semblante era el de un hombre derrotado. De alguien que había ganado todas las batallas, pero había perdido la decisiva. Así fue, y siento decirlo, pero nunca volvió a ser ese Rey alegre y afable que convencía a todos con su personalidad desbordante.

Mi abuela tampoco volvió a ser la misma. Su dolor fue menos instantáneo que el de su marido, pero sin duda fue más agónico. Fue una pena lenta pero segura, que poco a poco terminó por cangrenar su alma. Arrastró esa tortura moral durante muchos años. Sólo ahora, después de mucho recorrido, después de muchos otros acontecimientos que han endurecido su carácter, parece haber aprendido a canalizar la irremediable nostalgia de no tener a su hijo menor presente. Su nombre sigue surgiendo siempre en las conversaciones, pero ya no es el detonante de un llanto amargo, sino de un recuerdo cariñoso a la figura de un niño al que no le dio tiempo a ser hombre.

Pero sí tuvo tiempo de dejar una profunda huella en todos los que le conocieron. Ésa fue otra de las razones por las que su desaparición fue tan dura de digerir. Normalmente se santifica a todas las personas queridas que nos abandonan. En este caso, él nunca pretendió ser un santo. Pero sí alguien que hacía las cosas como pensaba que debían hacerse. Era un león indómito, una persona que decía y hacía lo que sentía, con todas las consecuencias. Ese carácter temperamental le trajo muchos problemas. Su sinceridad, el no pensar dos veces lo que decía, provocó que tuviera distanzamientos con algunos familiares. Pero siempre era él quien, con la misma vehemencia con la cual creaba el conflicto, lo solucionaba.

Sin duda, sus impulsos le traicionaron la noche en que aceptó el desafío de una carrera en moto por la autopista del sur de Tenerife. Pero ése era él, con todas las consecuencias. Y ninguno de los que ahora le recordamos con tanto cariño lo hubiéramos hecho si no fuera así. No podía haber un Michel honesto, alegre y generoso, sin el Michel aventurero, inquieto y temerario. No creo que él hubiera podido aceptar una vida tranquila y mediocre. Su personalidad era demasiado intensa para dejarse pulir por el paso de los años.

Mi familia, tal como la conocíamos, se resquebrajó. Se dividió en pequeñas células, que se unían de vez en cuando, pero que acabaron por distanciarse definitivamente tras la muerte de mi abuelo. Esto no se debió exclusivamente al fallecimiento de mi tío, pero este acontecimiento fue sin lugar a dudas un detonante, un punto de inflexión que nos llevó a estar donde estamos ahora.

Para mí, Michel era una figura a la que idolatrar. Era esa referencia que un niño siempre busca entre los adultos. Ese alguien al que te quieres parecer cuando seas mayor. ¿Cómo no iba a ser así? Recuerdo verle con su larga melena rubia y rizada, siempre inquieto, ideando alguna locura. Recuerdo escuchar el rugido de su moto a lo lejos, y mirar hacia el lugar desde donde se escuchaba el sonido, hasta que, poco a poco, surgía su imponente y motorizada figura. ¿Cómo no ibas a querer parecerte a alguien así?

Ahora me doy cuenta de que ésta fue la principal carencia que sentí tras su muerte. Me sentí huérfano de una figura joven y adulta a la que idolatrar. Pasé varios años de mi vida buscando ese referente, hasta que tuve la suficiente personalidad como para saber que nunca encontraría a nadie igual.

Su muerte me influyó en otro aspecto: La responsabilidad para con mis seres queridos. Pero no puedo decir que eso sea algo positivo. Es una pesada carga, una obsesión, que me impulsa a pensar dos veces cada uno de mis actos. El ser consciente de que mi muerte podría generar dolor entre los seres que me quieren, es un miedo enfermizo, un cepo que limita mis movimientos hasta extremos absurdos. Jamás he sido capaz de liberarme de ese estigma.

Aquella mañana, cuando mi padre, con lágrimas en los ojos, le contó a mi madre lo que había visto la noche anterior, ella supo que era verdad. Lo había visto. Si era él realmente, si era un espíritu, o si era un sueño, o más bien un deseo de mi padre de ver con vida a su amigo... Nada de eso importa. Él lo vio.

Yo no conocí lo sucedido hasta años después, cuando mi madre consideró que tenía la suficiente edad como para comprenderlo. Pero cuando lo supe, me di cuenta de que no tenía nada que temer.

Michel estaba conmigo. Lo estuvo desde entonces, y lo estará siempre.

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